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¿qué Es El Iliberalismo? - El Renacimiento Autoritario

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¿Qué es el iliberalismo? El auge liberal refiere a la aparición de nuevos modelos autoritarios en el marco de un cambio de época y un sistema democrático en crisis.

En los últimos 30 años, muy pocos advertían la posibilidad de que la democracia liberal pueda entrar en un proceso de desconsolidación. Hoy algunos politólogos cuestionan seriamente las ilusiones que se tenían sobre el paradigma político del siglo XXI.

¿Es posible que los modelos políticos de Rusia y China, en vez de perecer, se vuelvan el modelo standard para todos los países del mundo?

¿Estamos presenciando un desvío autoritario de todo el espectro político? 

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Yascha Mounk El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla...
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Democracia sin liberalismo

Yascha Mounk

El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla

Traducción de Albino Santos Mosquera

Madrid, Paidós, 2018, 416 pp.

El pueblo contra la democracia es un libro deprimente. Vivimos una recesión democrática. La democracia liberal, que durante décadas fue the only game in town, se está “desconsolidando”. Mounk analiza dos tendencias preocupantes: el iliberalismo, o las democracias iliberales, y lo que llama liberalismo antidemocrático. Las primeras son “democracias sin derechos”, que colocan la soberanía popular por encima de los derechos individuales, las garantías liberales y las instituciones contramayoritarias (tribunales, prensa libre, bancos centrales, universidades). El segundo es el fenómeno contrario: “derechos sin democracia”, o una democracia con tendencias tecnocráticas o incluso oligárquicas, donde la voz de la ciudadanía es cada vez menos importante. Un ejemplo de democracia iliberal es Hungría o Polonia: Viktor Orbán, el presidente de Hungría, defiende una democracia “jerárquica” y no liberal, donde según Mounk “los líderes popularmente elegidos representan la voluntad del pueblo según su interpretación, sin tener que hacer concesiones a los derechos o intereses de minorías obstinadas”. El liberalismo sin democracia, sin embargo, se refleja en la mayor complejización de la política en democracias liberales, donde las decisiones cada vez están más fuera de la disputa política o las elecciones. Mounk habla del poder cada vez mayor de los bancos centrales, de los burócratas no elegidos, o de los tratados comerciales en los que los países pierden soberanía. Pero también analiza (sin demagogia, con datos) cómo el dinero, especialmente en Estados Unidos, influye en la política hasta el punto de que los intereses de los ciudadanos son casi irrelevantes.

Muchas instituciones contramayoritarias se construyeron para ser poco democráticas. Así se garantizaría su neutralidad y se evitaría su manipulación partidista (los tribunales, los bancos centrales). Pero Mounk señala una oligarquización y una elitización de la política contemporánea que, en cierto modo, explican el descontento hacia la democracia liberal y el surgimiento de populismos. El origen del iliberalismo actual es una respuesta al liberalismo antidemocrático.

Una de las bases del libro es la tensión que hay y habrá siempre entre democracia y liberalismo. La democracia garantiza que el demos gobierne; el liberalismo es una doctrina de gobierno limitado y una defensa de los derechos individuales frente a los excesos del Estado y de lo que Mill denominó “tiranía de la mayoría”. Como dice el filósofo Manuel Toscano, “democracia y liberalismo responden a dos cuestiones distintas: cómo se distribuye el poder y cómo se limita”. La distinción entre estas dos etiquetas es útil y es la tesis central del libro. Pero es a menudo demasiado rígida.

Una democracia sin liberalismo no te garantiza la democracia. Como dice Toscano, “El error de fondo es contemplar el constitucionalismo liberal como un conjunto de restricciones externas al ejercicio de la democracia, sin pensar que el Estado de derecho y los derechos fundamentales son también condiciones imprescindibles para el buen funcionamiento del proceso democrático”. Mounk piensa que nuestra incapacidad de ver el componente hiperdemocrático del populismo también nos impide comprender el éxito que ha tenido en los últimos años: “En vez de buscar establecer un sistema político jerárquico que trascienda la democracia, como hacían a menudo los movimientos de ultraderecha más antiguos, los populistas de hoy dicen aspirar a una profundización de los elementos democráticos de nuestro sistema actual. Eso es importante”. Es una postura un poco ingenua. Una cosa es lo que digan y otra lo que hagan. Los populistas iliberales comienzan atacando el liberalismo y acaban atacando también la democracia. Usan el lenguaje de la democracia, que todavía resulta atractivo, pero no suelen ser demócratas. A menudo se basan en un líder carismático, que es el “intérprete” único de la voluntad del pueblo. Esto es algo iliberal, pero también antidemocrático. Como dice el autor, cada vez confiamos menos en la democracia y más en “líderes fuertes”.

Mounk da varios datos preocupantes sobre la “recesión democrática” que vivimos. Los jóvenes son los más desconfiados. En 1995, un 34% de estadounidenses de entre 18 y 24 años pensaba que un sistema político con un líder fuerte que no se preocupe del Congreso o de las elecciones era algo bueno o muy bueno. En 2011, el porcentaje había aumentado al 44%. Una explicación es que se trata de una generación que no ha vivido nunca bajo el peligro de perder la democracia, como durante la posguerra mundial o la Guerra Fría. Pero Mounk hace otra interpretación: la democracia liberal no nos gustaba antes porque fuéramos muy liberales y cautos y sensatos, sino porque nos garantizaba paz y bienestar. En el momento en que deja de cumplir sus promesas, la democracia liberal deja de parecer el sistema ideal.

Salir de esta situación no es fácil. Mounk sigue a autores como Mark Lilla e insiste en que la prioridad es ganar las elecciones a los populistas. Esto es algo que algunos activistas y opositores no parecen dispuestos a hacer. En EE. UU., por ejemplo, la oposición se divide entre la histeria y el conspiracionismo. Como dice David Bromwich en un artículo en London Review of Books, “los demócratas se niegan a aceptar el atractivo de Trump, la fuerza de su personalidad para determinado público”. Mounk da algunas soluciones, entre ellas recuperar el patriotismo constitucional o el Estado de Bienestar, pero también hacer un discurso serio sobre la inmigración: “no viola los principios de la democracia liberal que las naciones mejoren su habilidad de monitorizar y controlar quién accede a su territorio. Al contrario, las fronteras seguras pueden ayudar a ganar el apoyo popular a políticas migratorias más generosas”. Mounk no tiene remedios originales, y a menudo solo propone volver a lo que funcionó en el pasado. Pero El pueblo contra la democracia es un libro riguroso y detallado que intenta comprender qué es lo que ha fallado, y por qué. Va a la raíz de nuestros sistemas políticos y demuestra que uno de nuestros principales errores fue creer que cuando las cosas van bien seguirán bien siempre.

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1 DE NOVIEMBRE DE 1997 • FOREIGN AFFAIRS

EL AUGE DE LA DEMOCRACIA ILIBERAL

LA PRÓXIMA OLA

El diplomático estadounidense Richard Holbrooke reflexionó sobre un problema en vísperas de las elecciones de septiembre de 1996 en Bosnia, que debían restaurar la vida cívica en ese país devastado. "Supongamos que las elecciones se declaran libres y justas", dijo, y los elegidos son "racistas, fascistas, separatistas, que se oponen públicamente [a la paz y la reintegración]. Ese es el dilema". De hecho, lo es, no solo en la ex Yugoslavia, sino cada vez más en todo el mundo. Los regímenes elegidos democráticamente, a menudo los que han sido reelegidos o reafirmados mediante referéndum, ignoran habitualmente los límites constitucionales a su poder y privan a sus ciudadanos de derechos y libertades básicos. De Perú a la Autoridad Palestina, de Sierra Leona a Eslovaquia, de Pakistán a Filipinas...

Ha sido difícil reconocer este problema porque durante casi un siglo en Occidente, democracia ha significado democracia liberal, un sistema político marcado no solo por elecciones libres y justas, sino también por el estado de derecho, la separación de poderes y la protección de las libertades básicas de expresión, reunión, religión y propiedad. De hecho, este último paquete de libertades, lo que podría denominarse liberalismo constitucional, es teóricamente diferente e históricamente distinto de la democracia. Como ha señalado el politólogo Philippe Schmitter, "el liberalismo, ya sea como una concepción de la libertad política o como una doctrina sobre la política económica, puede haber coincidido con el surgimiento de la democracia. Pero nunca ha estado inmutable o inequívocamente vinculado a su práctica". Hoy, las dos corrientes de la democracia liberal, entretejidos en el tejido político occidental, se están desmoronando en el resto del mundo. La democracia está floreciendo; el liberalismo constitucional no lo es.

Hoy en día, 118 de los 193 países del mundo son democráticos y abarcan a la mayoría de su población (54,8 por ciento, para ser exactos), un gran aumento incluso desde hace una década. En esta temporada de victoria, uno podría haber esperado que los estadistas e intelectuales occidentales fueran más lejos que E. M. Forster y dieran tres vivas por la democracia. En cambio, existe una creciente inquietud por la rápida propagación de elecciones multipartidistas en el centro-sur de Europa, Asia, África y América Latina, quizás debido a lo que sucede después de las elecciones. Líderes populares como Borís Yeltsin de Rusia y Carlos Menem de Argentina eluden sus parlamentos y gobiernan por decreto presidencial, erosionando las prácticas constitucionales básicas. El parlamento iraní, elegido con más libertad que la mayoría en el Medio Oriente, impone severas restricciones sobre el discurso, la reunión e incluso la vestimenta disminuyendo la ya exigua oferta de libertad de ese país. El gobierno electo de Etiopía dirige sus fuerzas de seguridad contra periodistas y opositores políticos, lo que provoca daños permanentes a los derechos humanos (así como a los seres humanos).

Naturalmente, existe un espectro de democracia iliberal, que va desde delincuentes modestos como Argentina hasta casi tiranías como Kazajistán y Bielorrusia, con países como Rumania y Bangladés en el medio. En gran parte del espectro, las elecciones rara vez son tan libres y justas como en Occidente hoy en día, pero reflejan la realidad de la participación popular en la política y el apoyo a los elegidos. Y los ejemplos no son aislados ni atípicos. La encuesta de Freedom House de 1996-1997, Freedom in the World, tiene clasificaciones separadas para las libertades políticas y las libertades civiles, que se corresponden aproximadamente con la democracia y el liberalismo constitucional, respectivamente. De los países que se encuentran entre la dictadura confirmada y la democracia consolidada, al 50 por ciento le va mejor en libertades políticas que en libertades civiles. En otras palabras, la mitad de los "democratizadores".

La democracia iliberal es una industria en crecimiento. Hace siete años, solo el 22 por ciento de los países en proceso de democratización podrían haber sido categorizados de esa manera; hace cinco años esa cifra se había elevado al 35 por ciento. Y hasta la fecha, pocas democracias iliberales han madurado hasta convertirse en democracias liberales; en todo caso, se están moviendo hacia un mayor antiliberalismo. Lejos de ser una etapa temporal o de transición, parece que muchos países se están asentando en una forma de gobierno que mezcla un grado sustancial de democracia con un grado sustancial de antiliberalismo. Así como las naciones de todo el mundo se han sentido cómodas con muchas variaciones del capitalismo, bien podrían adoptar y mantener diversas formas de democracia. La democracia liberal occidental podría resultar no ser el destino final en el camino democrático, sino solo una de las muchas salidas posibles.

DEMOCRACIA Y LIBERTAD

Desde la época de Heródoto, la democracia ha significado, ante todo, el gobierno del pueblo. Esta visión de la democracia como un proceso de selección de gobiernos, articulada por académicos que van desde Alexis de Tocqueville hasta Joseph Schumpeter y Robert Dahl, ahora es ampliamente utilizada por los científicos sociales. En La Tercera Ola, Samuel P. Huntington explica por qué:

Las elecciones, abiertas, libres y justas, son la esencia de la democracia, el ineludible sine qua non. Los gobiernos producidos por las elecciones pueden ser ineficientes, corruptos, miopes, irresponsables, dominados por intereses especiales e incapaces de adoptar las políticas que demanda el bien público.

Estas cualidades hacen que tales gobiernos sean indeseables, pero no los hacen antidemocráticos. La democracia es una virtud pública, no la única, y la relación de la democracia con otras virtudes y vicios públicos sólo puede entenderse si la democracia se distingue claramente de las demás características de los sistemas políticos.

Esta definición también concuerda con la visión de sentido común del término. Si un país celebra elecciones multipartidistas competitivas, lo llamamos democrático. Cuando se incrementa la participación pública en la política, por ejemplo, a través del derecho al voto de las mujeres, se considera más democrático. Por supuesto, las elecciones deben ser abiertas y justas, y esto requiere algunas protecciones para la libertad de expresión y reunión. Pero ir más allá de esta definición minimalista y etiquetar a un país como democrático solo si garantiza un catálogo completo de derechos sociales, políticos, económicos y religiosos convierte la palabra democracia en una insignia de honor en lugar de una categoría descriptiva. Después de todo, Suecia tiene un sistema económico que, según muchos, restringe los derechos de propiedad individual, Francia hasta hace poco tenía el monopolio estatal de la televisión e Inglaterra tiene una religión establecida. Pero todas son democracias claras e identificables. Hacer que la democracia signifique, subjetivamente, "un buen gobierno" la vuelve analíticamente inútil.

El liberalismo constitucional, por otro lado, no se trata de los procedimientos para seleccionar el gobierno, sino de los objetivos del gobierno. Se refiere a la tradición, muy arraigada en la historia occidental, que busca proteger la autonomía y la dignidad de un individuo contra la coerción, cualquiera que sea su fuente: estado, iglesia o sociedad. El término casa dos ideas estrechamente conectadas. Es liberal porque se basa en la corriente filosófica, comenzando con los griegos, que enfatiza la libertad individual. Es constitucional porque se basa en la tradición, comenzando con los romanos, del estado de derecho. El liberalismo constitucional se desarrolló en Europa Occidental y los Estados Unidos como una defensa del derecho del individuo a la vida y la propiedad, y la libertad de religión y expresión. Para asegurar estos derechos, hizo hincapié en los controles sobre el poder de cada rama del gobierno, igualdad ante la ley, cortes y tribunales imparciales, y separación de iglesia y estado. Sus figuras canónicas incluyen al poeta John Milton, el jurista William Blackstone, estadistas como Thomas Jefferson y James Madison, y filósofos como Thomas Hobbes, John Locke, Adam Smith, Baron de Montesquieu, John Stuart Mill e Isaiah Berlin. En casi todas sus variantes, el liberalismo constitucional sostiene que los seres humanos tienen ciertos derechos naturales (o "inalienables") y que los gobiernos deben aceptar una ley básica, limitando sus propios poderes, que los asegure. Así, en 1215 en Runnymede, los barones de Inglaterra obligaron al rey a acatar las leyes establecidas y consuetudinarias del país. En las colonias americanas estas leyes se hicieron explícitas y en 1638 la ciudad de Hartford adoptó la primera constitución escrita de la historia moderna. En la década de 1970, las naciones occidentales codificaron normas de conducta para los regímenes de todo el mundo. La Carta Magna, las Órdenes Fundamentales de Connecticut, la Constitución Americana y el Acta Final de Helsinki son todas expresiones del liberalismo constitucional.

EL CAMINO HACIA LA DEMOCRACIA LIBERAL

Desde 1945, los gobiernos occidentales han encarnado, en su mayor parte, tanto la democracia como el liberalismo constitucional. Por lo tanto, es difícil imaginar a los dos por separado, ya sea en forma de democracia antiliberal o de autocracia liberal. De hecho, ambos han existido en el pasado y persisten en el presente. Hasta el siglo XX, la mayoría de los países de Europa occidental eran autocracias liberales o, en el mejor de los casos, semidemocracias. El sufragio estaba estrictamente restringido y las legislaturas electas tenían poco poder. En 1830, Gran Bretaña, en cierto modo la nación europea más democrática, permitió que apenas el 2 por ciento de su población votara por una cámara del Parlamento; esa cifra aumentó al 7 por ciento después de 1867 y alcanzó alrededor del 40 por ciento en la década de 1880. Solo a fines de la década de 1940, la mayoría de los países occidentales se convirtieron en democracias de pleno derecho, con sufragio universal de adultos. Pero cien años antes, a fines de la década de 1840, la mayoría de ellos habían adoptado aspectos importantes del liberalismo constitucional: el estado de derecho, los derechos de propiedad privada y, cada vez más, poderes separados y libertad de expresión y reunión. Durante gran parte de la historia moderna, lo que caracterizó a los gobiernos de Europa y América del Norte, y los diferenció de los de todo el mundo, no fue la democracia sino el liberalismo constitucional. El "modelo occidental" está mejor simbolizado no por el plebiscito masivo sino por el juez imparcial y los diferenció de los del resto del mundo, no fue la democracia sino el liberalismo constitucional.

La historia reciente de Asia Oriental sigue el itinerario occidental. Después de breves coqueteos con la democracia después de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los regímenes de Asia oriental se volvieron autoritarios. Con el tiempo pasaron de la autocracia a la autocracia liberalizadora y, en algunos casos, a la semidemocracia liberalizadora. La mayoría de los regímenes en el este de Asia siguen siendo semidemocráticos, con patriarcas o sistemas de un solo partido que hacen de sus elecciones ratificaciones de poder en lugar de genuinas contiendas. Pero estos regímenes han otorgado a sus ciudadanos una esfera cada vez más amplia de derechos económicos, civiles, religiosos y políticos limitados. Al igual que en Occidente, la liberalización en el este de Asia ha incluido la liberalización económica, que es crucial para promover tanto el crecimiento como la democracia liberal. Históricamente, los factores más estrechamente asociados con las democracias liberales en toda regla son el capitalismo, una burguesía, y un PNB per cápita elevado. Los gobiernos de Asia oriental de hoy son una mezcla de democracia, liberalismo, capitalismo, oligarquía y corrupción, muy parecidos a los gobiernos occidentales alrededor de 1900.

El liberalismo constitucional ha llevado a la democracia, pero la democracia no parece traer el liberalismo constitucional. En contraste con los caminos de Asia occidental y oriental, durante las últimas dos décadas en América Latina, África y partes de Asia, las dictaduras con pocos antecedentes en el liberalismo constitucional han dado paso a la democracia. Los resultados no son alentadores. En el hemisferio occidental, con la celebración de elecciones en todos los países menos en Cuba, un estudio de 1993 del académico Larry Diamond determinó que 10 de los 22 principales países latinoamericanos "tienen niveles de abusos contra los derechos humanos que son incompatibles con la consolidación de [los gobiernos liberales] la democracia." En África, la democratización ha sido extraordinariamente rápida. Dentro de los seis meses de 1990, gran parte del África francófona levantó la prohibición de la política multipartidista. Sin embargo, aunque se han celebrado elecciones en la mayoría de los 45 estados subsaharianos desde 1991 (18 solo en 1996), ha habido retrocesos para la libertad en muchos países. Uno de los observadores más cuidadosos de África, Michael Chege, inspeccionó la ola de democratización y sacó la lección de que el continente había "enfatizado demasiado las elecciones multipartidistas... y en consecuencia descuidó los principios básicos del gobierno liberal". En Asia Central, las elecciones, incluso cuando son razonablemente libres, como en Kirguistán y Kazajistán, han dado como resultado ejecutivos fuertes, poderes legislativos y judiciales débiles y pocas libertades civiles y económicas. En el mundo islámico, desde la Autoridad Palestina hasta Irán y Pakistán, la democratización ha dado lugar a un papel cada vez mayor de la política teocrática, erosionando las antiguas tradiciones de secularismo y tolerancia en muchas partes de ese mundo.

Muchos de los países de Europa Central, por otro lado, han pasado con éxito del comunismo a la democracia liberal, habiendo pasado por la misma fase de liberalización sin democracia que otros países europeos atravesaron durante el siglo XIX. De hecho, el imperio austrohúngaro, al que pertenecía la mayoría, era una autocracia liberal clásica. Incluso fuera de Europa, el politólogo Myron Weiner detectó una sorprendente conexión entre un pasado constitucional y un presente democrático liberal. Señaló que, a partir de 1983, "todos los países del Tercer Mundo que emergieron del dominio colonial desde la Segunda Guerra Mundial con una población de al menos un millón (y casi todas las colonias más pequeñas también) con una experiencia democrática continua es una antigua colonia británica". El dominio británico no significaba democracia -el colonialismo es por definición antidemocrático- sino liberalismo constitucional. El legado de leyes y administración de Gran Bretaña ha demostrado ser más beneficioso que la política de Francia de conceder el derecho al voto a algunas de sus poblaciones coloniales.

Si bien las autocracias liberales pueden haber existido en el pasado, ¿puede uno imaginarlas hoy? Hasta hace poco, un ejemplo pequeño pero poderoso floreció en el continente asiático: Hong Kong. Durante 156 años, hasta el 1 de julio de 1997, Hong Kong fue gobernado por la Corona británica a través de un gobernador general designado. Hasta 1991 nunca había realizado una elección significativa, pero su gobierno personificaba el liberalismo constitucional, protegiendo los derechos básicos de sus ciudadanos y administrando un sistema judicial y una burocracia justos. Un editorial del 8 de septiembre de 1997 sobre el futuro de la isla en The Washington Post se tituló ominosamente, "Deshacer la democracia de Hong Kong". En realidad, Hong Kong tiene muy poca democracia que deshacer; lo que tiene es un marco de derechos y leyes. Las islas pequeñas pueden no tener mucha importancia práctica en el mundo de hoy, pero ayudan a sopesar el valor relativo de la democracia y el liberalismo constitucional. Considere, por ejemplo, la cuestión de dónde preferiría vivir, Haití, una democracia no liberal, o Antigua, una semidemocracia liberal. Su elección probablemente no esté relacionada con el clima, que es agradable en ambos, sino con el clima político, que no lo es.

SOBERANÍA ABSOLUTA

John Stuart Mill abrió su clásico Sobre la libertad señalando que a medida que los países se democratizaban, la gente tendía a creer que "se había dado demasiada importancia a la limitación del poder en sí mismo. Eso... era una respuesta contra los gobernantes cuyos intereses eran opuestos a aquellos de la gente." Una vez que la gente estuvo a cargo, la precaución fue innecesaria. "La nación no necesitaba ser protegida contra su propia voluntad". Como si confirmara los temores de Mill, considere las palabras de Aleksandr Lukashenko después de ser elegido presidente de Bielorrusia con una abrumadora mayoría en una elección libre en 1994, cuando se le preguntó acerca de la limitación de sus poderes: "No habrá dictadura. Soy del pueblo y voy a ser para la gente".

La tensión entre el liberalismo constitucional y la democracia se centra en el alcance de la autoridad gubernamental. El liberalismo constitucional se trata de la limitación del poder, la democracia de su acumulación y uso. Por esta razón, muchos liberales de los siglos XVIII y XIX vieron en la democracia una fuerza que podía socavar la libertad. James Madison explicó en The Federalist que "el peligro de opresión" en una democracia provenía de "la mayoría de la comunidad". Tocqueville advirtió sobre la "tiranía de la mayoría", escribiendo: "La esencia misma del gobierno democrático consiste en la soberanía absoluta de la mayoría".

La tendencia de un gobierno democrático a creer que tiene soberanía absoluta (es decir, poder) puede resultar en la centralización de la autoridad, a menudo por medios extraconstitucionales y con resultados sombríos. Durante la última década, los gobiernos electos que afirman representar al pueblo han invadido constantemente los poderes y derechos de otros elementos de la sociedad, una usurpación que es tanto horizontal (de otras ramas del gobierno nacional) como vertical (de las autoridades regionales y locales como así como empresas privadas y otros grupos no gubernamentales). Lukashenko y el peruano Alberto Fujimori son solo los peores ejemplos de esta práctica. (Si bien las acciones de Fujimori -disolver la legislatura y suspender la constitución, entre otras- dificultan llamar democrático a su régimen.

La usurpación horizontal, generalmente por parte de los presidentes, es más obvia, pero la usurpación vertical es más común. Durante las últimas tres décadas, el gobierno indio ha disuelto rutinariamente las legislaturas estatales por motivos poco convincentes, colocando regiones bajo el dominio directo de Nueva Delhi. En un movimiento menos dramático pero típico, el gobierno electo de la República Centroafricana puso fin recientemente a la larga independencia de su sistema universitario, convirtiéndolo en parte del aparato estatal central.

La usurpación está particularmente extendida en América Latina y los estados de la ex Unión Soviética, quizás porque ambas regiones tienen en su mayoría presidencias. Estos sistemas tienden a producir líderes fuertes que creen que hablan por la gente, incluso cuando han sido elegidos por una mayoría simple. (Como señala Juan Linz, Salvador Allende fue elegido para la presidencia de Chile en 1970 con solo el 36 por ciento de los votos. En circunstancias similares, un primer ministro habría tenido que compartir el poder en un gobierno de coalición). Los presidentes nombran gabinetes de compinches, en lugar de figuras de alto nivel del partido, manteniendo pocos controles internos sobre su poder. Y cuando sus puntos de vista entran en conflicto con los de la legislatura, o incluso con los de los tribunales, los presidentes tienden a "ir a la nación", pasando por alto las tediosas tareas de negociación y formación de coaliciones. Si bien los académicos debaten los méritos de las formas de gobierno presidencial versus parlamentaria, la usurpación puede ocurrir bajo cualquiera de los dos, en ausencia de centros de poder alternativos bien desarrollados, como legislaturas fuertes, tribunales, partidos políticos, gobiernos regionales y universidades y medios de comunicación independientes. América Latina en realidad combina sistemas presidenciales con representación proporcional, produciendo líderes populistas y múltiples partidos, una combinación inestable.

Muchos gobiernos y académicos occidentales han alentado la creación de estados fuertes y centralizados en el Tercer Mundo. Los líderes de estos países han argumentado que necesitan la autoridad para acabar con el feudalismo, dividir coaliciones arraigadas, anular intereses creados y poner orden en sociedades caóticas. Pero esto confunde la necesidad de un gobierno legítimo con la de uno poderoso. Los gobiernos que se consideran legítimos generalmente pueden mantener el orden y aplicar políticas duras, aunque lentamente, mediante la formación de coaliciones. Después de todo, pocos afirman que los gobiernos de los países en desarrollo no deberían tener poderes policiales adecuados; el problema proviene de todos los demás poderes políticos, sociales y económicos que acumulan. En crisis como las guerras civiles, es posible que los gobiernos constitucionales no puedan gobernar con eficacia, pero la alternativa -estados con amplios aparatos de seguridad que suspenden los derechos constitucionales- por lo general no ha producido ni orden ni buen gobierno. Más a menudo, estos estados se han vuelto depredadores, manteniendo algo de orden pero también arrestando a los opositores, amordazando la disidencia, nacionalizando industrias y confiscando propiedades. Si bien la anarquía tiene sus peligros, las mayores amenazas a la libertad y la felicidad humanas en este siglo no han sido causadas por el desorden, sino por estados centralizados y brutalmente fuertes, como la Alemania nazi, la Rusia soviética y la China maoísta. El Tercer Mundo está plagado de la sangrienta obra de los estados fuertes nacionalizando industrias y confiscando propiedades.

Históricamente, la centralización sin control ha sido el enemigo de la democracia liberal. A medida que la participación política aumentó en Europa durante el siglo XIX, se acomodó sin problemas en países como Inglaterra y Suecia, donde las asambleas medievales, los gobiernos locales y los consejos regionales se habían mantenido fuertes. Países como Francia y Prusia, por otro lado, donde la monarquía había centralizado efectivamente el poder (tanto horizontal como verticalmente), a menudo terminaron siendo antiliberales y antidemocráticos. No es una coincidencia que en la España del siglo XX, la cabeza de puente del liberalismo estuviera en Cataluña, durante siglos una región obstinadamente independiente y autónoma. En Estados Unidos, la presencia de una rica variedad de instituciones -estatales, locales, y privado- hizo mucho más fácil acomodar las rápidas y grandes extensiones del sufragio que tuvieron lugar a principios del siglo XIX. Arthur Schlesinger Sr. ha documentado cómo, durante los primeros 50 años de Estados Unidos, prácticamente todos los estados, grupos de interés y facciones intentaron debilitar e incluso dividir el gobierno federal. Más recientemente, la democracia semiliberal de la India ha sobrevivido gracias a sus regiones fuertes y su variedad de idiomas, culturas e incluso castas, y no a pesar de ellas. El punto es lógico, incluso tautológico: el pluralismo en el pasado ayuda a asegurar el pluralismo político en el presente.

Hace cincuenta años, los políticos del mundo en desarrollo querían poderes extraordinarios para implementar doctrinas económicas de moda en ese momento, como la nacionalización de industrias. Hoy sus sucesores quieren poderes similares para privatizar esas mismas industrias. La justificación de Menem para sus métodos es que se necesitan desesperadamente para promulgar duras reformas económicas. Argumentos similares son presentados por Abdalá Bucaram de Ecuador y por Fujimori. Las instituciones crediticias, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, se han mostrado comprensivas con estas súplicas, y el mercado de bonos ha sido positivamente exuberante. Pero excepto en emergencias como la guerra, los medios no liberales son a la larga incompatibles con los fines liberales. El gobierno constitucional es, de hecho, la clave para una política de reforma económica exitosa. La experiencia de Asia oriental y Europa central sugiere que cuando los regímenes, ya sean autoritarios, como en Asia oriental, o democráticos liberales, como en Polonia, Hungría y la República Checa, protegen los derechos individuales, incluidos los de propiedad y contrato, y crear un marco de derecho y administración, el capitalismo y el crecimiento seguirán. En un discurso reciente en el Centro Internacional Woodrow Wilson en Washington, explicando lo que se necesita para que florezca el capitalismo, el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, concluyó que, "El mecanismo rector de una economía de libre mercado... es una declaración de derechos, impuesta por un poder judicial imparcial" y crear un marco de derecho y administración, el capitalismo y el crecimiento seguirán.

Finalmente, y quizás más importante, el poder acumulado para hacer el bien puede usarse posteriormente para hacer el mal. Cuando Fujimori disolvió el parlamento, sus índices de aprobación se dispararon a su nivel más alto. Pero las encuestas de opinión recientes sugieren que la mayoría de los que una vez aprobaron sus acciones ahora desearían que estuviera más restringido. En 1993, Borís Yeltsin atacó de forma célebre (y literalmente) al parlamento ruso, incitado por las propias leyes inconstitucionales del parlamento. Luego suspendió el tribunal constitucional, desmanteló el sistema de gobiernos locales y destituyó a varios gobernadores provinciales. Desde la guerra en Chechenia hasta sus programas económicos, Yeltsin ha mostrado una rutinaria falta de preocupación por los procedimientos y límites constitucionales. Puede que sea un demócrata liberal de corazón, pero las acciones de Yeltsin han creado una superpresidencia rusa.

Durante siglos, los intelectuales occidentales han tenido una tendencia a ver el liberalismo constitucional como un ejercicio pintoresco en la creación de reglas, un mero formalismo que debería pasar a un segundo plano para luchar contra males mayores en la sociedad. El contrapunto más elocuente a este punto de vista sigue siendo un intercambio en la obra de Robert Bolt A Man For All Seasons. El fogoso joven William Roper, que anhela luchar contra el mal, está exasperado por la devoción de Sir Thomas More a la ley. Más suavemente se defiende.

More: ¿Qué harías? ¿Abrir un gran camino a través de la ley para perseguir al Diablo?

Roper: ¡Cortaría todas las leyes de Inglaterra para hacer eso!

More: Y cuando se dictara la última ley y el Diablo se volviera contra ti, ¿dónde esconderías a Roper, siendo todas las leyes planas?

CONFLICTO ÉTNICO Y GUERRA

El 8 de diciembre de 1996, Jack Lang hizo un espectacular viaje a Belgrado. El célebre político francés, exministro de cultura, se había inspirado en las manifestaciones estudiantiles en las que participaron decenas de miles de personas contra Slobodan Milošević, un hombre al que Lang y muchos intelectuales occidentales responsabilizaron de la guerra en los Balcanes. Lang quería prestar su apoyo moral a la oposición yugoslava. Los líderes del movimiento lo recibieron en sus oficinas, el departamento de filosofía, solo para expulsarlo, declararlo "enemigo de los serbios" y ordenarle que abandonara el país. Resultó que los estudiantes se opusieron a Milošević no por iniciar la guerra, sino por no poder ganarla.

La vergüenza de Lang destaca dos suposiciones comunes, ya menudo erróneas: que las fuerzas de la democracia son las fuerzas de la armonía étnica y de la paz. Tampoco es necesariamente cierto. Las democracias liberales maduras normalmente pueden adaptarse a las divisiones étnicas sin violencia ni terror y vivir en paz con otras democracias liberales. Pero sin antecedentes de liberalismo constitucional, la introducción de la democracia en sociedades divididas en realidad ha fomentado el nacionalismo, el conflicto étnico e incluso la guerra. La serie de elecciones celebradas inmediatamente después del colapso del comunismo fueron ganadas en la Unión Soviética y Yugoslavia por separatistas nacionalistas y dieron como resultado la desintegración de esos países. Esto no era malo en sí mismo, ya que esos países habían sido unidos por la fuerza. Pero las secesiones rápidas, sin garantías, instituciones...

Las elecciones requieren que los políticos compitan por los votos de la gente. En sociedades sin fuertes tradiciones de grupos multiétnicos o asimilación, es más fácil organizar el apoyo a lo largo de líneas raciales, étnicas o religiosas. Una vez que un grupo étnico está en el poder, tiende a excluir a otros grupos étnicos. El compromiso parece imposible; uno puede negociar sobre cuestiones materiales como vivienda, hospitales y dádivas, pero ¿cómo se divide la diferencia en una religión nacional? La competencia política que es tan divisiva puede degenerar rápidamente en violencia. Los movimientos de oposición, las rebeliones armadas y los golpes en África a menudo se han dirigido contra regímenes de base étnica, muchos de los cuales llegaron al poder a través de elecciones. Al examinar el colapso de las democracias africanas y asiáticas en la década de 1960, dos académicos concluyeron que la democracia "simplemente no es viable en un ambiente de intensas preferencias étnicas". Estudios recientes, particularmente de África y Asia Central, han confirmado este pesimismo. Un distinguido experto en conflictos étnicos, Donald Horowitz, concluyó: "Ante este relato bastante sombrío... de los fracasos concretos de la democracia en sociedades divididas... uno está tentado a tirar las manos. ¿De qué sirve celebrar elecciones si al final todo lo que hacen es sustituir un régimen dominado por bemba por un régimen nyanja en Zambia, los dos igualmente estrechos, o un régimen del sur por uno del norte en Benín, sin incorporar a la otra mitad ¿del Estado?".

Durante la última década, uno de los debates más animados entre los estudiosos de las relaciones internacionales se refiere a la "paz democrática": la afirmación de que no hay dos democracias modernas que hayan entrado en guerra entre sí. El debate plantea interesantes preguntas sustantivas (¿cuenta la Guerra Civil Estadounidense? ¿Las armas nucleares explican mejor la paz?) e incluso los resultados estadísticos han suscitado interesantes discrepancias. (Como señala el erudito David Spiro, dado el pequeño número tanto de democracias como de guerras en los últimos doscientos años, la pura casualidad podría explicar la ausencia de guerras entre democracias. Ningún miembro de su familia ha ganado nunca la lotería, pero pocos ofrecen explicaciones para esta impresionante correlación). Pero incluso si las estadísticas son correctas, ¿qué las explica? Kant, el proponente original de la paz democrática, sostuvo que en las democracias, quienes pagan por las guerras, es decir, el público, toman las decisiones, por lo que es comprensible que sean cautelosos. Pero esa afirmación sugiere que las democracias son más pacíficas que otros estados. En realidad, son más belicosos y van a la guerra más a menudo y con mayor intensidad que la mayoría de los estados. Sólo con otras democracias se mantiene la paz.

Al adivinar la causa detrás de esta correlación, una cosa queda clara: la paz democrática es en realidad la paz liberal. Escribiendo en el siglo XVIII, Kant creía que las democracias eran tiránicas y las excluía específicamente de su concepción de los gobiernos "republicanos", que vivían en una zona de paz. El republicanismo, para Kant, significaba una separación de poderes, controles y equilibrios, el estado de derecho, la protección de los derechos individuales y cierto nivel de representación en el gobierno (aunque nada parecido al sufragio universal). Las otras explicaciones de Kant para la "paz perpetua" entre las repúblicas están todas estrechamente ligadas a su carácter constitucional y liberal: un respeto mutuo por los derechos de los ciudadanos de cada uno, un sistema de frenos y contrapesos que asegure que ningún líder por sí solo pueda arrastrar a su país a la guerra, y las políticas económicas liberales clásicas (sobre todo, el libre comercio) que crean una interdependencia que hace que la guerra sea costosa y la cooperación útil. Michael Doyle, el principal erudito en el tema, confirma en su libro de 1997 Ways of War and Peace que sin el liberalismo constitucional, la democracia en sí misma no tiene cualidades que induzcan a la paz.

Kant desconfiaba del mayoritarismo democrático sin trabas, y su argumento no ofrece apoyo para la afirmación de que todas las políticas participativas (las democracias) deben ser pacíficas, ya sea en general o entre democracias compañeras. Muchas políticas participativas han sido no liberales. Durante dos mil años antes de la era moderna, el gobierno popular estuvo ampliamente asociado con la agresividad (por Tucídides) o el éxito imperial (por Maquiavelo)... La preferencia decisiva del votante mediano bien podría incluir la "limpieza étnica" contra otras formas de gobierno democráticas.

La distinción entre democracias liberales e iliberales arroja luz sobre otra sorprendente correlación estadística. Los politólogos Jack Snyder y Edward Mansfield sostienen, utilizando un impresionante conjunto de datos, que durante los últimos 200 años los estados democratizadores fueron a la guerra con mucha más frecuencia que las autocracias estables o las democracias liberales. En países que no se basan en el liberalismo constitucional, el surgimiento de la democracia a menudo trae consigo hipernacionalismo y belicismo. Cuando se abre el sistema político, diversos grupos con intereses incompatibles acceden al poder y presionan sus demandas. Los líderes políticos y militares, que a menudo son restos asediados del antiguo orden autoritario, se dan cuenta de que para tener éxito deben reunir a las masas detrás de una causa nacional. El resultado es una retórica y políticas invariablemente agresivas, que a menudo arrastran a los países a la confrontación y la guerra. Los ejemplos dignos de mención van desde la Francia de Napoleón III, la Alemania guillermina y el Japón de Taisho hasta los que aparecen en los periódicos de hoy, como Armenia y Azerbaiyán y la Serbia de Milošević. Resulta que la paz democrática tiene poco que ver con la democracia.

EL CAMINO AMERICANO

Un académico estadounidense viajó recientemente a Kazajistán en una misión patrocinada por el gobierno de EE. UU. para ayudar al nuevo parlamento a redactar sus leyes electorales. Su homólogo, un miembro de alto rango del parlamento kazajo, descartó las muchas opciones que el experto estadounidense estaba describiendo y dijo enfáticamente: "Queremos que nuestro parlamento sea como su Congreso". El estadounidense se horrorizó y recordó: "Traté de decir algo más que las tres palabras que inmediatamente me habían venido a la mente: '¡No, no lo hagas!'". Esta opinión no es inusual. Los estadounidenses en el negocio de la democracia tienden a ver su propio sistema como un artilugio difícil de manejar que ningún otro país debería tolerar. De hecho, la adopción de algunos aspectos del marco constitucional estadounidense podría mejorar muchos de los problemas asociados con la democracia iliberal.

Es extraño que Estados Unidos sea tan a menudo el defensor de las elecciones y la democracia plebiscitaria en el extranjero. Lo que es distintivo del sistema estadounidense no es cuán democrático es, sino cuán antidemocrático es, ya que impone múltiples restricciones a las mayorías electorales. De sus tres ramas de gobierno, una, posiblemente la principal, está encabezada por nueve hombres y mujeres no elegidos con mandato vitalicio. Su Senado es la cámara alta menos representativa del mundo, con la única excepción de la Cámara de los Lores, que no tiene poder. (Cada estado envía dos senadores a Washington, independientemente de su población: los 30 millones de habitantes de California tienen tantos votos en el Senado como los 3,7 millones de Arizona, lo que significa que los senadores que representan alrededor del 16 por ciento del país pueden bloquear cualquier ley propuesta). De manera similar, en las legislaturas de todo Estados Unidos, lo que llama la atención no es el poder de las mayorías sino el de las minorías. Para controlar aún más el poder nacional, los gobiernos estatales y locales son fuertes y luchan ferozmente contra cada intrusión federal en su territorio. Las empresas privadas y otros grupos no gubernamentales, lo que Tocqueville llamó asociaciones intermedias, constituyen otro estrato dentro de la sociedad.

El sistema estadounidense se basa en una concepción declaradamente pesimista de la naturaleza humana, asumiendo que no se puede confiar el poder a las personas. "Si los hombres fueran ángeles", escribió Madison, "no sería necesario ningún gobierno". El otro modelo de gobierno democrático en la historia occidental se basa en la Revolución Francesa. El modelo francés deposita su fe en la bondad del ser humano. Una vez que el pueblo es la fuente del poder, éste debe ser ilimitado para que puedan crear una sociedad justa. (La revolución francesa, como observó Lord Acton, no se trata de la limitación del poder soberano sino de la abrogación de todos los poderes intermedios que se interpongan en su camino). La mayoría de los países no occidentales han adoptado el modelo francés, sobre todo porque las élites políticas como la perspectiva de empoderar al estado, ya que eso significa empoderarse a sí mismos, y la mayoría ha caído en episodios de caos, tiranía o ambos. Esto no debería haber sido una sorpresa. Después de todo, desde su revolución, la propia Francia ha atravesado dos monarquías, dos imperios, una dictadura protofascista y cinco repúblicas.

Por supuesto, las culturas varían y las diferentes sociedades requerirán diferentes marcos de gobierno. Este no es un alegato a favor de la adopción total del estilo estadounidense, sino más bien de una concepción más variada de la democracia liberal, una que enfatice ambas partes de esa frase. Antes de que se puedan adoptar nuevas políticas, existe la tarea intelectual de recuperar la tradición liberal constitucional, central para la experiencia occidental y para el desarrollo del buen gobierno en todo el mundo. El progreso político en la historia occidental ha sido el resultado de un reconocimiento creciente a lo largo de los siglos de que, como dice la Declaración de Independencia, los seres humanos tienen "ciertos derechos inalienables" y que "es para garantizar estos derechos que se instituyen los gobiernos". Si una democracia no preserva la libertad y la ley...

POLÍTICA EXTERIOR LIBERALIZADORA

Una apreciación adecuada del liberalismo constitucional tiene una variedad de implicaciones para la política exterior estadounidense. En primer lugar, sugiere cierta humildad. Si bien es fácil imponer elecciones en un país, es más difícil imponer el liberalismo constitucional en una sociedad. El proceso de genuina liberalización y democratización es gradual y de largo plazo, en el que una elección es sólo un paso. Sin la preparación adecuada, incluso podría ser un paso en falso. Reconociendo esto, los gobiernos y las organizaciones no gubernamentales están promoviendo cada vez más una amplia gama de medidas diseñadas para reforzar el liberalismo constitucional en los países en desarrollo. El Fondo Nacional para la Democracia promueve los mercados libres, los movimientos laborales independientes y los partidos políticos. La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional financia poderes judiciales independientes. Al final, sin embargo, las elecciones triunfan sobre todo. Si un país celebra elecciones, Washington y el mundo tolerarán mucho del gobierno resultante, como lo han hecho con Yeltsin, Akáyev y Menem. En una era de imágenes y símbolos, las elecciones son fáciles de capturar en una película. (¿Cómo se televisa el estado de derecho?) Pero hay vida después de las elecciones, especialmente para las personas que viven allí.

Por el contrario, la ausencia de elecciones libres y justas debe verse como un defecto, no como la definición de tiranía. Las elecciones son una virtud importante de la gobernabilidad, pero no son la única virtud. Los gobiernos también deben ser juzgados con varas relacionadas con el liberalismo constitucional. Las libertades económicas, civiles y religiosas están en el centro de la autonomía y la dignidad humana. Si un gobierno con democracia limitada expande constantemente estas libertades, no debe ser tildado de dictadura. A pesar de las opciones políticas limitadas que ofrecen, países como Singapur, Malasia y Tailandia brindan un mejor entorno para la vida, la libertad y la felicidad de sus ciudadanos que dictaduras como Irak y Libia o democracias no liberales como Eslovaquia o Ghana. Y las presiones del capitalismo global pueden impulsar el proceso de liberalización. Los mercados y la moral pueden trabajar juntos. Incluso China, que sigue siendo un régimen profundamente represivo, ha dado a sus ciudadanos más autonomía y libertad económica de la que han tenido en generaciones. Mucho más debe cambiar antes de que China pueda ser llamada una autocracia liberalizadora, pero eso no debería enmascarar el hecho de que mucho ha cambiado.

Finalmente, necesitamos revivir el constitucionalismo. Un efecto del énfasis excesivo en la democracia pura es que se dedica poco esfuerzo a crear constituciones imaginativas para países en transición. El constitucionalismo, tal como lo entendieron sus máximos exponentes del siglo XVIII, como Montesquieu y Madison, es un complicado sistema de frenos y contrapesos diseñado para evitar la acumulación de poder y el abuso del cargo. Esto no se hace simplemente escribiendo una lista de derechos, sino construyendo un sistema en el que el gobierno no viole esos derechos. Varios grupos deben ser incluidos y empoderados porque, como explicó Madison, "se debe hacer ambición para contrarrestar la ambición". Las constituciones también estaban destinadas a domar las pasiones del público, creando no solo un gobierno democrático sino también deliberativo. Desafortunadamente, la rica variedad de órganos no elegidos, el voto indirecto, los arreglos federales y los controles y equilibrios que caracterizaron a tantas de las constituciones formales e informales de Europa ahora se miran con recelo. Lo que podría llamarse el síndrome de Weimar, llamado así por la constitución bellamente construida de la Alemania de entreguerras, que no logró evitar el fascismo, ha hecho que la gente considere las constituciones como un simple papeleo que no puede hacer mucha diferencia. (Como si cualquier sistema político en Alemania hubiera resistido fácilmente la derrota militar, la revolución social, la Gran Depresión y la hiperinflación). Los procedimientos que inhiben la democracia directa se consideran inauténticos y amordazan la voz del pueblo. Hoy en todo el mundo vemos variaciones sobre el mismo tema mayoritario. Pero el problema con estos sistemas en los que el ganador se lo lleva todo es que...

DESCONTENTOS DE LA DEMOCRACIA

Vivimos en una era democrática. A lo largo de gran parte de la historia humana, el peligro para la vida, la libertad y la felicidad de un individuo provenía del absolutismo de las monarquías, el dogma de las iglesias, el terror de las dictaduras y el control férreo del totalitarismo. Todavía persisten dictadores y algunos regímenes totalitarios rezagados, pero cada vez más son anacronismos en un mundo de mercados, información y medios globales. Ya no hay alternativas respetables a la democracia; es parte del atuendo de moda de la modernidad. Por lo tanto, los problemas de gobernabilidad en el siglo XXI probablemente serán problemas dentro de la democracia. Esto los hace más difíciles de manejar, envueltos como están en el manto de la legitimidad.

Las democracias iliberales ganan legitimidad y, por tanto, fuerza, por el hecho de que son razonablemente democráticas. Por el contrario, el mayor peligro que plantea la democracia antiliberal, además de para su propio pueblo, es que desacreditará a la propia democracia liberal, ensombreciendo la gobernabilidad democrática. Esto no tendría precedentes. Cada ola de democracia ha sido seguida por reveses en los que el sistema se consideraba inadecuado y los líderes ambiciosos y las masas inquietas buscaban nuevas alternativas. El último período de desencanto de este tipo, en Europa durante los años de entreguerras, fue aprovechado por demagogos, muchos de los cuales eran inicialmente populares e incluso elegidos. Hoy, frente a la propagación del virus del antiliberalismo, el papel más útil que la comunidad internacional, y más importante aún, los Estados Unidos, puede jugar es, en lugar de buscar nuevas tierras para democratizar y nuevos lugares para celebrar elecciones, consolidar la democracia donde ha echado raíces y alentar el desarrollo gradual del liberalismo constitucional en todo el mundo. La democracia sin liberalismo constitucional no es simplemente inadecuada, sino peligrosa, y trae consigo la erosión de la libertad, el abuso de poder, las divisiones étnicas e incluso la guerra. Hace ochenta años, Woodrow Wilson llevó a Estados Unidos al siglo XX con un desafío: hacer del mundo un lugar seguro para la democracia. A medida que nos acercamos al próximo siglo, nuestra tarea es hacer que la democracia sea segura para el mundo. La democracia sin liberalismo constitucional no es simplemente inadecuada, sino peligrosa, y trae consigo la erosión de la libertad, el abuso de poder, las divisiones étnicas e incluso la guerra.

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